Por: José Miguel Restrepo
Coordinador Semillero 0 Ficción de la Facultad de Comunicación Audiovisual
Observatorio de Paz
Este ejercicio de investigación-creación, titulado Endulzando el amargo del cacao, surge a partir del testimonio de una mujer campesina víctima del conflicto armado en Urabá. Su relato nos conduce por la memoria de la violencia, las huellas del desplazamiento forzado y la pérdida, pero también por la fuerza de la resistencia y la capacidad de transformar el dolor en proyectos de vida dignos.
Para proteger la identidad de las protagonistas reales, hemos cambiado nombres y lugares, evitando la revictimización y promoviendo una reflexión a partir de este caso, que comparte rasgos con muchas otras historias campesinas en Antioquia y en Colombia. Un país donde las gentes del común viven sus vidas en constante reconstrucción.
Endulzando El Amargo del Cacao
En Urabá, a principios de los noventa, la tierra olía a cacao, pero también a pólvora. Era la época en que las montañas se llenaban de hombres con fusil, unos vestidos de camuflado, otros con botas y camiseta de civil, todos con el mismo aire de autoridad. Nadie sabía con certeza si eran guerrilleros, paramilitares o soldados, porque todos se parecían. En las fincas el uniforme no era garantía de nada: unos traían dinero para pagar la comida, otros se la llevaban por la fuerza. Unos se presentaban con nombre y rango, otros solo decían “buenas” y la mirada lo explicaba todo: venían a hacer daño.
En ese escenario, doña Socorro —todavía joven, madre de seis niños— vivía con su esposo, don Ramón Ernesto Bermúdez, en una finca de cacao. Eran cacaoteros de tradición, afiliados a la Federación Nacional de Cacaoteros. La finca era su vida, su mundo entero: las matas verdes, las gallinas picoteando, los marranos gruñendo en el corral, los hijos corriendo de un lado a otro.
Hasta que la guerra los alcanzó.
La guerrilla llegaba primero. Muchachos jóvenes, algunos casi niños, aparecían armados, pero hambrientos. Se quedaban dos, tres días en la casa, pedían lo que hubiera: gallina, marrano, arroz. A veces pagaban, a veces traían comida para los campesinos. “Nos trataban muy bien”, dice doña Socorro, con esa calma de quien aprendió a sobrevivir entre verdugos distintos. Pero siempre quedaba la sensación de que no se podía decir que no.
Luego llegaron los otros. Paramilitares, aunque en esa época nadie los llamaba así. Vestían como soldados, mezclaban uniformes de la policía con ropa de civil, siempre revueltos, siempre distintos. Esa ambigüedad era su primera arma: la confusión. Un día cualquiera irrumpieron en la finca. Don Ramón estaba llegando del trabajo con los muchachos que laboraban en la cacaotera, acompañado de quien traía el almuerzo. Apenas puso un pie en el patio, los armados lo señalaron:
—Don Rodolfo, usted es colaborador de la guerrilla. Venimos por usted.
No hubo explicaciones. Lo amarraron a un palo de aguacate frente a toda la familia. Los seis hijos —de 14 a 4 años— se quedaron petrificados. “Vamos a pelar este viejo”, dijeron. El miedo era tan hondo que ni lágrimas había: “uno tiembla y llora en seco”, recuerda Socorro.
Amarrado, don Ramón todavía tuvo el carácter de responder:
—Aquí todo el mundo hace lo que quiere. Llega la guerrilla, hace lo que quiere. Llega el ejército, lo mismo. Y yo no sé quiénes son ustedes, pero hacen lo que quieren. Nosotros somos campesinos. Trabajamos, educamos a los hijos. No le hacemos mal a nadie.
Hubo un silencio tenso. Entre ellos hablaron en voz baja, hasta que uno ordenó:
—Suelten a ese viejo. Tiene 24 horas para desaparecer.
La casa era de piso de cemento y techo de palma amarga. Tan de afán huyeron que dejaron la carabina escondida en el techo, los marranos, las gallinas, el ganado. Apenas ensillaron dos mulas y salieron como pudieron. “Uno huye por la vida, no por la finca”, dice ella.
No era la primera vez que la vereda, Las Montañitas de Turbo, se manchaba de sangre. Poco antes, el ejército había emboscado a un grupo de guerrilleros en un operativo que dejó treinta y tres muertos. Entre ellos, niñas reclutadas que los campesinos habían visto nacer, hombres que visitaban las casas, muchachos que a veces pedían comida. Los cuerpos fueron arrojados en una fosa común que los campesinos cavaron a pala. “Como una piscina”, dice Socorro. Los marranos arrastraban brazos y cabezas por la vereda. Fue macabro, peor que cualquier relato. Un sacerdote vino de Turbo, bendijo la fosa, puso una lápida con los nombres de los caídos, declaró el lugar como camposanto. Luego desapareció. Nadie volvió a verlo.
Después de esa huida, la familia se refugió en El Remanso. Socorro empezó desde cero: molió maíz, hizo arepas y calentao a la orilla de la carretera. El fogón se volvió restaurante improvisado, sin nombre, pero pronto famoso porque quedaba justo entre la escuela de carabineros y el batallón Voltígero. Los policías entraban en montones; una pagadora le propuso un sistema: anotar placas y cobrar por nómina. El negocio creció.
Hasta que la guerra volvió a tocarle la puerta. Un hombre llegó solo, sin armas visibles. Se sentó y le habló bajito:
—Doña Chila, usted le sirve mucho a la policía. Sáquelos de aquí, porque le van a hacer un daño.
Era una advertencia amable, pero letal. Otra vez el miedo. Otra vez empacar, huir, dejarlo todo. Esta vez, Medellín.
En Manrique Oriental no encontró paz. El barrio estaba caliente, dominado por bandas y milicias populares. Apenas llegaron, encapuchados encañonaron a sus hijos para interrogarlos. Tuvieron que llevarlos hasta la casa para confirmar que de verdad vivían allí. “Salimos de Guatemala y caímos en Guatepeor”, resume ella.
Don Ramón, su esposo, nunca pudo superar la pérdida de la finca. Se negó a vivir en la ciudad, enfermó, se deprimió. Murió años después, con las palabras más dulces que pudo dejarle: “Vieja, casados hasta la otra vida”. Fueron 52 años juntos.
Ella, en cambio, se resistió a la derrota. Trabajó como empleada doméstica, llorando en silencio en casas ajenas. Aprendió a leer y escribir siendo adulta, estudió en universidades de Medellín, y volvió al cacao. “Yo conozco el proceso desde la semilla hasta el chocolate”, dice con orgullo. Así nació Chocolates Aguaymanto, un proyecto de vida que transformó el dolor en dulzura.
Con su hermana Karla producen bombones artesanales. La marca se inspiró en un dulce peruano, la chocoteja, que Socorro adaptó con creatividad. Ella misma hizo un estudio de mercado sin saberlo: preguntó en las calles qué rellenos quería la gente y diseñó diez sabores distintos. Hoy vende en ferias, con las manos afectadas por la artrosis, pero con la dignidad intacta.
Un día, en un evento de reconciliación en Medellín, se reencontró con antiguos combatientes de la zona. Frente a frente con un exguerrillero, lo encaró:
—Por qué me sacaron de mi restaurante si sabían quién era yo?
—Por celos políticos —respondió él, tras un silencio largo.
Socorro no gritó, no lloró. Solo dijo:
—Muy mal hecho.
Su vida entera es un mapa de la guerra: el palo de aguacate donde casi matan a su esposo, la fosa común cavada por campesinos obligados, las mulas cargadas de miedo, el restaurante lleno de policías, el barrio caliente de Medellín, los chocolates que hoy endulzan ferias y conversatorios.
“Este país no lo arregla nadie —dice con serenidad—. Solo nosotros, educando a los hijos para que no hereden esta guerra”.
Y mientras acomoda las cajas de Chocolates Aguaymanto, su historia demuestra que ella misma concluye: a veces, el mal abre la puerta al bien, aunque el precio sea la vida entera.
Facultad de Comunicación Audiovisual